Los recuerdos
navideños de mi infancia evocan las tradicionales matanzas, en las cuales se reunía
toda la familia al calor de la lumbre, y las interminables labores manuales de
preparación de la carne y los embutidos caseros, a manos de expertas
profesionales en la materia, curtidas por mil y una matanzas a sus espaldas,
evento que irremediablemente comenzaba con los agudos chillidos del cochino desangrándose
mucho antes del amanecer, posterior movimiento de artesas y cuchillos que daban
paso al amanecer.
Muchas veces en aquellos
amaneceres, había un espectáculo que sobrevolaba la localidad de Orellana, y
que marcaba el inicio y el final de aquellas jornadas invernales; era el paso
de las grullas a sus comederos y dormideros respectivamente al orto y el ocaso,
eran tiempos en que estas aves dormían masivamente a orillas del Embalse de
Orellana, y en sus querencias diarias a los encinares de los Bodonales, las
Puercas, Mesas Altas, el Merino o los Guadalperales, atravesaban ruidosas los
cielos del pueblo.
Hasta hace no mucho
siguieron con esta costumbre, posteriormente y durante algunos años combinaron
esas querencias de dormir en los ancones del embalse, con periodos de descanso
en arrozales; para últimamente desechar Orellana casi por completo, y limitarse
a los arrozales fangueados con el consiguiente ahorro de energía. Aquellos
trayectos podían transcurrir fácilmente a través de 20 kms, y era impresionante
ver aquellas largas filas de ruidosas aladas de un punto a otro, casi sin
solución de continuidad.
Aún conservo
anotaciones de aquellos pasos al dormidero correspondientes a 1981, cuando con
una vieja bicicleta salía a un par de kilómetros del pueblo por la Cañada Real
Leonesa, observando las más adelantadas iniciar el recorrido 15 o 20 minutos
antes de la puesta de sol, pero sin duda este era el momento mágico, en el que
a ras del horizonte, primero por sus gritos y después por las oleadas de los
diferentes bandos surcando el cielo frio de aquel llano en contraste con los
matices que ofrecen los atardeceres otoñales e invernales: los rojos intensos y
grabados a fuego, los suaves morados preludio de jornadas lluviosas, los
espesos y cerrados grises de aquellos días metidos en agua o aquellos otros en
que la neblina comenzaba a invadir todo el ambiente como un manto
fantasmagórico.
La combinación de
esos cielos, aquellas soledades, el frio lacerante que se metía en los huesos,
y la explosión súbita de vida que implicaba el paso de las grullas, permanecen
como un recuerdo imborrable en mi memoria. También el denso vacio tras su paso,
apenas roto por el maullido de un Mochuelo o el lastimero reclamo chillón de un
Avefría.
Posteriormente la
imagen del paso de las grullas se repitió y se repite cientos de veces, cada
uno diferente, cada uno sorprendente, sin duda sigue siendo con diferentes
matices aquel lejano momento mágico en que aparecían trazos en el horizonte.
Estimado amigo Manuel, gracias por esta página tan hermosa de sentimientos que nos regalas.
ResponderEliminarEn correo te contaré largo, de los míos.
Un ruego; no te vendas tan caro!!!
Un abrazo grullero
Amiga Paloma, seguramente esos sentimientos hacia las grullas son comunes, me alegro que la entrada te lleve a tus primeros contactos con la especie.
EliminarUn abrazo.
Esos lances grulleros,al caer la tarde si lo has vivido te marcan para siempre. Gran parte de mi afición ornitológica
ResponderEliminarse la debo a esas aves que venían del norte y te evocaban lugares lejanos y salvajes.Gracias por recordarmelo Manuel.
Hola Jesús, coincidimos plenamente en la visión de evocar el gran norte lejano y salvaje cuando disfrutamos del paso de las grullas, para mi son irresistibles esos atardeceres fríos, rojizos y ruidosos, llenos de grullas.
EliminarUn saludo